Hace unos días fui a ese lugar en el que no estás y que es solo un pedazo de tierra donde descansan tus cenizas.
Me gusta estar allí. Me gusta el silencio del cementerio. Me gustan las vistas de la ciudad. Y, sobre todo, me gusta ver el mar desde tan alto, desde tan lejos; ese mar que veremos algún día juntos para siempre.
¿Está
loco quien habla con sus muertos? No, necesariamente. Siento que es más
locura hablar con los humanos vivos que no escuchan.
Regreso
cansada del viaje, empachada con la misma tristeza con la que subí.
Regreso ilógicamente calmada porque el silencio en el cementerio, solo
roto por el sonido del roce de las hojas movidas por el viento y el
canto de algún pájaro, es reparador.
Al volver a casa, pasé al lado de ese lugar en el que voy a donar cosas que no utilizo. Recordé que la última vez tenían varios libros de Agatha Christie en una caja, justo a la entrada. Pensé que ya los habrían derivado a la otra tienda, o tal vez no. Me animé a entrar y me decidí por 2 de los muchos que había. No es cuestión de acaparar para luego no leer.
Autora: Agatha Christie, publicados en 1937: Poirot en Egipto (Muerte en El Nilo) y El testigo mudo.
Al ir a pagarlos, vi una obra de Armando Palacio Valdés (escritor asturiano) del que leí un par de obras en mi época de Instituto (estudié por la rama de Letras); como no tengo ninguna en casa y no había leído Marta y María, también le di una nueva oportunidad.
Si leer lo que escribieron estas personas muertas no es de estar locos, tampoco lo será, como he dicho, hablar con un padre muerto al que, entre otras muchas cosas, le debo el amor por la lectura.
Texto y fotografías: Etel García
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